lunes, 24 de julio de 2017

Siete características de la posmodernidad



Raro porque sí. Esa es la respuesta que da Moe, el barman de Los Simpsons, cuando le preguntan qué significa posmoderno (posmoederno, en un juego de palabras) mientras les muestra a sus amigos su nuevo y extraño bar. El bar ya no es el típico lugar al que los parroquianos acuden a beber, sino una especie de galería artística ("¿es eso realmente arte?", parecen preguntarse los visitantes) con extraños ojos gigantes, taburetes pegados al techo en lugar de al suelo y conejos vivos colgando por todas partes.

Qué mejor que escoger una serie de alcance tan universal como Los Simpsons para tratar de entender lo que se entiende generalmente por posmodernidad. Porque, ¿no es acaso esa imagen la que se tiene generalmente de lo posmoderno? Algo raro porque sí, algo extraño, novedoso, sin demasiado contenido pero que causa ruptura y trae desorden. Posmoderno se ha convertido en un adjetivo que se utiliza de forma abusiva, a menudo como insulto, contra discursos o prácticas cuya única especialidad es ser nuevos. Así, el feminismo de la igualdad (y no hablemos ya de la teoría queer) y la ecología serían posmodernos, teñirse el pelo de azul turquesa sería posmoderno, los hipsters y, por qué no, también los indies, son posmodernos. Parecería que todo lo que no encaje en nuestro orden social o moral (o incluso: en el orden social o moral del emisor concreto), todo lo que "no está previsto", es posmoderno.

Lo posmoderno recibe ataques de un conservadurismo de derechas asustado por un mundo que se derrumba. Las grandes categorías mueren o están heridas de muerte, nuevas identidades sexuales o de género surgen causando estupefacción a una generación que se ha educado en la solidez de la modernidad. Para muchos la posmodernidad es algo así como un apocalipsis social y político que llevará a Occidente a su caída definitiva.

Pero también el conservadurismo de izquierdas se siente amenazado por la posmodernidad y sus deconstrucciones. Cuando hablo de conservadurismo de izquierdas no me refiero, lógicamente, a una izquierda que apueste por mantener el orden social y económico existente, sino a una izquierda que necesita mantener una serie de categorías y esquemas propios, especialmente, del siglo XX. Poca duda cabe de que esa izquierda no tiene una relevancia trascendente, pero tampoco deberíamos dejar de señalar su curiosa existencia. Esta izquierda, que bebe de la tradición del comunismo (generalmente, del socialismo realmente existente), se ve amenazada por una posmodernidad que recela de la Verdad, que da primacía a luchas identitarias y que rechaza la autoridad (del Partido, del Líder...). Veremos más adelante la curiosa "alianza" entre la posmodernidad y el capitalismo neoliberal, pero sin duda también es llamativa la curiosa "alianza" entre esta izquierda y sectores de extrema derecha en las redes sociales.

1- La sacralidad del individuo

La irrupción del individualismo como algo hegemónico y generalizado puede rastrearse hasta la Ilustración, y gana especialmente peso en los siglos XIX y XX. El individuo emerge como sujeto que debe ser respetado, pero principalmente en una faceta política y jurídica. La autonomía, esto es, la capacidad del sujeto para autogobernarse y expresarse sin pedir permiso a nadie, se convierte en valor fundamental y a respetar en Occidente.

Lo que ocurre en la posmodernidad es un salto más allá de este individualismo formal y de cariz básicamente político-jurídico. Surge ahora el individuo como medida de todas las cosas, como ser sagrado que no solo debe ser respetado por el Estado y protegido por la ley, sino que se convierte en ser inviolable en su subjetividad y su visión del mundo.

Se crea entonces una suerte de esfera en torno al individuo que lo hace incuestionable. Se juzgan los actos, deseos, opiniones y tendencias no en función de algún tipo de canon o ley social o moral, sino como expresión del individuo. Lo que un individuo expresa o siente no puede ser atacado y es preferible no juzgarlo, no por la opinión (poco importa esta) en sí sino porque hacerlo significa violar lo sagrado: nuestra subjetividad. "Es su opinión, son sus gustos, es su forma de ser, es lo que quiere" como defensa de todo.

Juzgar al otro por su pensamiento, su forma de vestir o de pensar se convierte en algo feo, autoritario, que no tiene cabida. Todas las opiniones valen lo mismo, no por ningún tipo de ideal igualitario, sino porque todas emanan de un sujeto, de un individuo, y solo por eso ya debemos guardar cierta tolerancia al respecto. Las necesidades trascendentes pasan de ser las del colectivo a ser las de pequeños grupos o directament las del individuo. Todos cuentan. Publican Er Prinzipito, la versión andaluza del clásico francés, ante el escándalo de muchos, pero es un hecho justificado pues existe un colectivo que lo reivindica como parte de su cultura. Debemos andar con cuidado de no molestar a ninguna minoría so pena de ser censurados.
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Muere la tendencia sociológica y es reemplazada por la mera existencia de lo micro, de lo individual. Poco importa que la mayoría de los pobres jamás lleguen a ser ricos si alguien conoce a un pobre que se hizo rico. Se iguala lo mayoritario con lo minoritario intrascendente, pues el individuo debe ser tenido en cuenta siempre y es en lo que debemos centrarnos. Esto le da alas curiosamente a cierto conservadurismo que se empeña en señalar a los hombres maltratados, al blanco que sufrió racismo por parte de un negro, al burgués que se mata a trabajar. La estructura, generalizadora y por tanto percibida como opresora y anti-individualista, se convierte en algo criticable, falso, a no tener en cuenta si no lo abarca todo. El individuo sagrado no quiere ser tragado por la estructura.

La libertad de expresión, originalmente sinónimo de tolerancia del debate público por parte del poder y de libre emisión de opiniones de todo tipo, se convierte en sinónimo de indemnidad. Las opiniones no pueden ser atacadas, pues son fruto del ser y del pensamiento del individuo y este, como vengo diciendo, es sagrado e inviolable. Las respuestas a una opinión polémica son vistas como censura, como ataque. Se impide el debate cuando este consiste en rechazar la ideología de alguien. La libertad de expresión se convierte en libertad de decir lo que uno quiera sin que nadie pueda responderle, sin que nadie pueda perturbar al emisor. Mientras escribo estas líneas el cómico Ignatius realiza comentarios machistas en Twitter y, al ver que es respondido masivamente por feministas, muchos denuncian que se está coartando su libertad de expresarse. Nadie le ha coartado realmente, nadie le ha impedido expresarse ni ningún ente estatal va a censurarle, lo que hacen es responderle. "Podrá gustarte o no, pero es su opinión y hay que respetarla", señalan algunas. Tenemos entonces que la contestación, la divergencia y el debate son de algún modo faltas de respeto y sinónimo de coerción.

La individualidad sagrada consiste pues en la inviolabilidad del sujeto, del individuo, que se convierte en ser que debe poder expresarse (a través de sus opiniones, de su forma de vestir, de sus gustos, de sus deseos etc.) sin ser perturbado por nadie. El mandato de que el Estado no intervenga en la esfera individual del sujeto se traslada a toda la ciudadanía. Se eliminan todos los términos que puedan a dañar a cualquier individuo de cualquier comunidad. A los enfermos mentales ya no se les llama locos, a los originarios de África ya no se les llama negros, los viejos ahora son la tercera edad.

Entramos en un laissez-faire social radical que busca llegar a algo parecido a una sociedad que cumpla con el principio de daño que postuló Mill, intentado combinarlo, de forma costosa y paradójica, con una protección de la esfera individual. Así, el individuo es radicalmente libre y difícilmente cuestionable... siempre que no interfiera en la también radical libertad de los demás.

2- Fin de las metanarrativas

El nombre de Jean-François Lyotard le suena a cualquiera que haya indagado sobre el concepto de posmodernidad. En 1979 este sociólogo y pensador francés fue solicitado por un conjunto de universidades de Québec para redactar un informe acerca del saber en el siglo XX. Esto es, la idea original era analizar qué es el saber, cómo se legítima y para qué sirve en nuestras sociedades. El informe no tardó en convertirse un libro que causó controversias en todo Occidente: La condición posmoderna.

En esta obra Lyotard plantea, entre otras cosas, la muerte de los grandes relatos, o metarrelatos. Un metarrelato es literalmente un relato de relatos. Un ejemplo de metarrelato puede ser el relato de la Ilustración, que se extiende sobre la ciencia, la razón, la política, el ser humano, la verdad, la educación y todo un sinfín de relatos. Se trata pues de un relato totalizante que pretende explicarlo todo y no dejar nada excluido de sus postulados. El marxismo, el individualismo, el progreso infinito o la solución de todos los problemas por parte de la ciencia serían otro ejemplos de metanarrativas, que a su vez pueden estar dentro de otra metanarrativa. Según el autor,
Los “metarrelatos” a que se refiere La condición posmoderna son aquellos que han marcado la modernidad: emancipación progresiva de la razón y de la libertad, emancipación progresiva o catastrófica del trabajo (fuente de valor alienado en el capitalismo), enriquecimiento de toda la humanidad a través del progreso de la tecnociencia capitalista, e incluso, si se cuenta al cristianismo dentro de la modernidad (opuesto, por lo tanto, al clasicismo antiguo), salvación de las creaturas por medio de la conversión de las almas vía el relato crístico del amor mártir.
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Estas grandes narrativas, que le daban sentido a la vida y especialmente a la vida pública, a lo político, desaparecen y viene a reemplazarles no un gran vacío (que en parte también) sino una pluralidad de pequeños relatos. Por ejemplo, se da un relato específico sobre la educación, otro sobre el derecho, otro sobre la ciencia, otro sobre economía etc. El fin de las grandes narrativas ha llevado a la defensa de varios campos sociales por su mera utilidad. Así, la ciencia o la educación ya no tienen que legitimarse como una búsqueda esmerada de la Verdad o el progreso, sino que basta con que sean eficientes y útiles.

Vivimos pues en un mundo sin grandes ideas, sin legitimaciones ni justificaciones de la sociedad, con pequeños relatos cambiantes para cada campo que no suelen enmarcarse dentro de una gran narración. Lyotard señala que esta muerte de las metanarrativas es también la muerte del relato del capitalismo. Pero, ¿cómo es esto posible? ¿cómo se sostiene un sistema económico que causa desigualdades, crisis y malestar sin necesidad de ser legitimado? Es que en realidad el capitalismo no es algo pensado, sino algo simplemente vivido. Es decir, vivimos en un sistema naturalizado sobre el cual no nos paramos a pensar demasiado. Florece el conformismo propio del fin de la Historia: "es lo que hay", "¿qué podemos hacer?", "así son las cosas". En realidad es difícil encontrar a grandes defensores del capitalismo, estos son más bien una facción ideológica entre otras, la ciudadanía suele más bien plantear el sistema como un mal del que no hay alternativas. El propio término "capitalismo" ha sido desterrado del lenguaje y su uso se convierte en una especie de tabú.

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El capitalismo es vivido con indiferencia, sin que se le oponga ningún otro modelo socio-económico, pero raramente es pensado. No he visto a nadie jamás manifestarse por el capitalismo, no hay demasiados libros defendiéndolo, y desde luego son menos que los que lo critican. Pero vivimos en un período de muerte de los grandes relatos, en el cual es difícil pensar otro mundo, otras formas de pensamiento. Tenemos pues que esta muerte de las metanarrativas y su paralela sustitución por un conjunto de pequeñas narrativas no da pie necesariamente a un pluralismo ideológico y a una liberación del dogma, sino que nos ha llevado a un pensamiento totalitario en el cual la Historia ha llegado a su fin y ya no es posible imaginar nada que desafíe al orden existente, al menos en materia económica. Las respuestas "es lo que hay", "así son las cosas, no hay nada que hacer" lejos de mostrar indiferencia denotan que estamos encapsulados en un mundo de ideas totalitario y totalizante que nos ha atrapado. Seamos sinceras, tal y como dice Slavoj Zizek en el fondo todas somos un poco fukuyamistas, no creemos que exista nada después de este sistema.

Evidentemente una de las consecuencias de este final de las grandes narrativas es la destrucción del futuro como ente existente y a menudo utópico. Todas estas grandes narraciones aseguraban un futuro idílico (para todas, para cierta clase social, para cierta raza etc.) que ahora no es más que un vacío estresante. La posmodernidad nos hace caminar siempre al borde de un precipicio, precipicio en el que nunca caemos pues al caminar se va alargando sin fin sin que se vislumbre un horizonte. Ha muerto el tiempo lineal (salvo quizás en términos técnico-científicos), heredero del cristianismo y del progreso, y parece que vivamos en un mundo cíclico en el que siempre volvemos a lo mismo.

Y qué narrativa podía traer este fin de la Historia, esta muerte de las metanarrativas y de los grandes ideales sino la ficción apocalíptica. ¿Cuántas películas se han publicado desde los años 80, época en la que se asienta ya totalmente la idea de que no hay nada más allá del capitalismo, sobre escenarios apocalípticos? Debemos tratar este hecho cultural como un síntoma, como reflejo de un problema interno, es decir, espiritual, de nuestras sociedades. El profesor y psicoanalista Jesús González Requena comenta que este tipo de películas
ofrecen la expresión de una angustia propiamente civilizatoria y llevada a su paroxismo, pues en ellas se vislumbra el horizonte de la destrucción total. El fin -pero esta vez siniestro- de la Historia -es decir, el cese, la desaparición de todo horizonte. Son, por eso, las escenografías apocalípticas de la Posmodernidad: en ellas la fragilidad del mundo de la Modernidad -del que, como se sabe, la ciudad constituye el espacio emblemático- alcanza su apoteosis.
Requena formula la hipótesis de que la ciudad, el espacio urbano, organizado y racional, es el lugar que mejor caracteriza a la modernidad, y por ello suele ser el blanco de los ataques o de la destrucción total en estas películas. ¿No es la destrucción de una gran ciudad como Nueva York la destrucción del orden, de la solidez? Y añade:
Y así también, en ellas, la fascinación del caos cobra la forma de un cese inmediato de la historia. El Apocalipsis, la conciencia de la proximidad del abismo, aparece, en suma, como una posibilidad inmediata, pero esta vez desligado de toda esperanza de redención externa.
Apocalipsis, entonces, sin Dios y sin juicio final. Pues éste es uno de los datos más notables de nuestra posmodernidad: que Dios -casi todos lo dicen- ha muerto.
3- El individuo independiente

Sería absurdo plantear el fin de las relaciones sociales o la emergencia de un sujeto puro y libre ajeno a la mirada del Otro. Pero sí podemos señalar una obsesión probablemente sin procedentes por distinguirse y un temor por seguir la corriente, lo mainstream. No tendría sentido postular, como pretenden algunas, que el individualismo o la voluntad de distinguirse sea algo exclusivo de los últimos tiempos. En todas las épocas encontramos individuos que quieren destacar y diferenciarse de la masa.

Pero hoy esa voluntad de distinguirse, de ser único, nos atraviesa a todos, o al menos a todos los que estamos sumergidos en el cosmos posmoderno. No tiene ya que ver tanto con la clase social o con una búsqueda de marcar el grupo social de pertenencia sino que se da en todas las áreas y de forma también intragrupal. Como supuestamente dijo Kurt Cobain, "se ríen de mí porque soy diferente, yo me río de ellos porque son todos iguales."

El individuo contra todo, el individuo inabarcable, incontrolable. ¿No se valora más a la persona que viste "a su manera", "de forma única", antes que a la que sigue la moda? La imagen de la chica que llega a clase con la nueva cazadora de moda y es admirada por sus compañeras, ¿puede mantenerse? En absoluto. Esta chica está condenada: sigue la autoridad de la moda, hace lo que hacen todas, en lugar de trazar su propio camino y crearse a si misma como si fuera una entrepreneur del estilo. ¿No es algo rápidamente atacado cuando se convierte en moda? Hay que huir de lo conocido, de lo normal y de la moda (aunque esta dure una semana), de ahí la figura tantas veces caricaturizada de la persona que presume de conocer un grupo que solo conocen otras veinte personas.
Incluso la actitud hipster es atacada a menudo por el mero hecho de pertenecer a un colectivo o a una moda. Hoy lo valorado es lo que no puede ser adjudicado a ningún grupo social ni a ninguna tendencia. Se valora lo socialmente invisible, lo que no puede ser capturado ni señalado. El símbolo solo conserva su aura si no se convierte en tendencia, en mandato social, podríamos decir incluso que el símbolo más valorado es el que ni siquiera puede ser llenado de significado. El símbolo diluido es visto como símbolo echado a perder: ¿para qué quiero mi camiseta de Velvet Underground si la venden en H&M en cantidades industriales? Me encanta esa camiseta, pero "la lleva ya todo el mundo". Basta observar fotografías de grupo de la primera mitad siglo XX en las cuales es difícil ver las diferencias entre la forma de vestir de los individuos dentro de una clase, género o profesión para darse cuenta del cambio. Hoy todo lo que remita a la uniformización está mal visto, el uniforme solo tiene cabida en una fiesta de disfraces.

4- Caída de las jerarquías

Dada la importancia del individuo, todopoderoso e intocable, ¿cómo podría este aceptar las solidas jerarquías de la modernidad, del pasado? Nuestra hipótesis del individuo sagrado nos ayuda a entender algunos cambios sociales en el seno de nuestras instituciones que alarman al conservadurismo.

En efecto, una de las características de la posmodernidad es la caída de las jerarquías. Las instituciones típicas de nuestro sistema social, político y económico, instituciones en las cuales vivimos y que son a la vez reflejo y espejo de nuestra realidad social, han tomado buena nota de esta caída de las jerarquías.

Así, en el seno de la empresa, vemos a menudo que las jerarquías son dinamitadas (al menos simbólicamente) con la figura del jefe cercano, amable y del cual conocemos facetas de su vida privada (incluso, por qué no, hacemos planes con él) o con la destrucción del lenguaje jerárquico (jefe, sub-jefe, subordinado etc.) y la creación de un lenguaje que invite a la ilusión de la horizontalidad y la igualdad (en el lugar del jefe, el buddie). El jefe, igual que el candidato político, se vuelve más cercano y simpático. Ya no es una figura tan distante como lo era en el pasado. Todo bien hasta aquí, dice el filósofo Slavoj Zizek, pero ¿este jefe amable no tiene una faceta peligrosa? ¿cómo podemos cuestionarle entonces, si es una persona cercana y simpática? ¿no es más probable que nos embauque en la idea de que la empresa es una especie de familia o lugar de encuentro en el que todos somos iguales? Si nos pide hacer alguna hora extra no remunerada, ¿cómo decirle que no?

Los partidos políticos, por su parte, ya no hablan de secretarios generales sino de coordinadores, pese a que, al igual que en la empresa, sus roles sean los mismos. Y además entran en una estrategia de la seducción en la que presentan a sus candidatos ya no como autoridades sino como personas cercanas, como si la que manda "pudiera ser tu vecina". ¿Existe algún equivalente histórico trascendente de esto? Sea como sea profundizaremos en esto más adelante, en el apartado referente al poder seductor.

El cuestionamiento de las jerarquías llega también a las aulas e introduce nuevas dinámicas en la relación profesor-alumno (que podemos entender como extensión de la relación madre/hijo, jefa/empleado, político/votante, gobernador/gobernado etc.) dotando a esta de mayor proximidad y menor autoritarismo. La figura del profesor/profesora estricto cuya única relación con el alumno es la de un sabio que enseña y que obliga (y que eventualmente castiga) viene a ser reemplazada por la idea del profesor simpático, que ayuda individualmente a sus alumnos, que crea un saludo especial para cada uno de ellos, al que puedes llamar por su nombre y que charla distendidamente con tus padres.

Todo esto viene acompañado por la emergencia del niño como sujeto, es decir, por la idea (reciente en términos históricos) de que los niños son seres a los que se debe tener en cuenta, a los que hay que brindar atenciones que van más allá de los cuidados higiénicos y alimenticios, que tienen voz. ¿Viene esto último también de la tendencia posmoderna a tener en cuenta a todos los individuos, independientemente de su condición y características? Parece cuanto menos probable.
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Por otra parte comienza a incentivarse, vía internet, una suerte de educación individual y autodidacta. Proliferan en YouTube los vídeos cortos y educativos que resumen, en cuestión de diez minutos, la revolución francesa, la guerra civil española o el desembarco de Normandía. Entre los comentarios encontramos a menudo a jóvenes alumnos que agradecen tener la oportunidad de aprender en pocos minutos lo que sus distantes profesores no les han sabido, según ellos, explicar en meses.

El área de la medicina también es afectada, en este caso de forma negativa, por la corriente posmoderna. La caída de las jerarquías es también un cuestionamiento de la Verdad, de lo Normal y de lo tradicional, y por ello no son pocos los que se toman la libertad de cuestionar al cuerpo médico y a los remedios típicos. Surge así todo un sinfín de nuevas terapias que contradicen al médico, figura autoritaria y sabia, reflejo de la modernidad y la ciencia. Tal y como comenta Gilles Lipovetsky en La era del vacío,
acupuntura, visualización del interior del cuerpo, tratamiento natural por hierbas, biofeedback, homeopatía, vitaminas eco-friendly, las terapias «suaves» ganan terreno enfatizando la subjetivación de la enfermedad, la asunción «holística» de la salud por el propio sujeto, la exploración mental del cuerpo, en ruptura con el dirígismo hospitalario; el enfermo no debe sufrir su estado de manera pasiva, él es el responsable de su salud, de sus sistemas de defensa gracias a las potencialidades de la autonomía psíquica
Venimos comentando que la posmodernidad es un cuestionamiento de lo jerárquico en el seno de nuestras instituciones. Y nuestra institución básica, diríase fundamental, no podía ser ajena a la situación. Las relaciones familiares se vuelven más igualitarias, cercanas y tolerantes. Se acabó la figura del patriarca incuestionable que preside la mesa y lanza miradas que parecen consignas militares. Llega la madre/padre que te comprende, escucha y que se compra libros sobre niños, adolescentes y jóvenes para pulir su rol de educador. También se debilitan las obligaciones familiares tradicionales (ir a ver a la abuela, cuidar personalmente del pariente incapaz, hacer planes familiares...), pues la familia a menudo se reduce al núcleo madre-padre-hijos. Se trata, como todo lo que venimos señalando, de un cambio importante pero no radical, y por tanto no tiene sentido esa preocupación de ciertos sectores de la población por la llegada de ese momento que Platón asociaba a la democracia en que "los niños se rebelarán contra sus padres".

Finalicemos este apartado con una cita de González Requena, que señala que en nuestra época:
se extiende esa idea, por cierto falsamente atribuida a Freud, de que es necesario matar al Padre, esto constituye uno de los elementos centrales de nuestra era: derribar al Padre, profanar su Ley, conquistar una libertad absoluta. 
Requena fecha la muerte del padre en la expansión de la filosofía de Friedrich Nietzsche, autor del que precisamente hablaremos acto seguido.

4- Entierro feliz de Dios
Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo podríamos reconfortarnos, los asesinos de todos los asesinos? El más santo y el más poderoso que el mundo ha poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿quién limpiará esta sangre de nosotros? ¿Qué agua nos limpiará? ¿Qué rito expiatorio, qué juegos sagrados deberíamos inventar? ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿Debemos aparecer dignos de ella?
Este es el famoso extracto de La gaya ciencia en el que Nietzsche presenta la muerte de Dios. Bajo la denominación de muerte de Dios creo que suelen cometerse dos errores básicos. El primero es creer que, profesando Nietzsche algún tipo de ateísmo, la muerte de Dios es una mera metáfora pues sería absurdo plantear que Dios hubiese estado vivo en algún momento. El segundo es creer que Nietzsche "mata a Dios" motu proprio.

Si Dios muere es que estaba vivo. Dios existía antes de su muerte. El propio hecho de que no dejemos de hablar de él, ¿no le convierte ya en un ente existente? No existe, evidentemente, igual que existe un ordenador, un árbol o un perro. Existe en el mismo sentido en el que existen la moral o los tabúes. Plantear que lo único existente es lo material, lo que podemos ver, palpar o detectar con nuestros instrumentos de última tecnología puede ser muy útil dentro del campo científico, pero difícilmente nos ayudará a entender lo humano.

Por otro lado, nos equivocamos cuando pensamos que Nietzsche mata a Dios. Lo que hace el filósofo alemán es limitarse a anunciar dicha muerte, y por cierto la anuncia con preocupación (no hay más que volver a leer el extracto). Pero en otras de sus obras nos recuerda que en su época (último tercio del siglo XIX) la muerte de Dios tan solo comienza a percibirse y que el verdadero trauma llegará en algún tiempo futuro. Así, en el mismo fragmento Nietzsche escribe:
"Llego demasiado pronto, dijo luego, mi tiempo no ha llegado aún. Este formidable acontecimiento está todavía en camino, avanza, pero aún no ha llegado a los oídos de los hombres. Para ser vistos y oídos, los actos necesitan tiempo después de su realización, como lo necesitan el relámpago y el trueno, y la luz de los astros. Esa acción es para ellos más lejana que los astros más distantes, ¡aunque son ellos quienes la han realizado!"
Ahora bien, ¿qué significa que Dios ha muerto? Como todo lo que rodea a Nietzsche, las interpretaciones pueden ser muy variadas (prueba de ello es el uso que ideologías tan dispares han hecho del pensador), pero creo que puede ser acertado plantearlo como una liquidación del orden simbólico. No solo en el sentido de que muchas de nuestras verdades, esto es, muchas de las ideas que usamos para ordenarnos el mundo y crear la realidad, se vean cuestionadas o destruidas, sino también, por usar un juego de palabras, en el sentido de que las verdades que resisten se vuelven más liquidas y relativas. El orden (no solo la ordenación de la realidad en categorías, sino el orden moral) se nos escapa de las manos.
Utilizo aquí un esquema (el de arriba) parecido a los que usa Luis Alegre en su obra El lugar de los poetas (2017). A la izquierda tenemos un mundo en el que Dios (no, insisto, un Dios católico, musulmán o ni siquiera religioso, sino más bien la Verdad y el Orden, un centro al que anclarse y que nos explique el mundo y el sentido de la vida) existe y estructura todo lo existente (simbolizado por los pequeños puntos y líneas). Todo se entiende dentro de un sistema de Verdad, dentro de unas categorías (el bien y el mal, los tipos de animales, los dos géneros, lo que puede decirse y lo que no, cómo puede vestirse alguien y cómo no, una ética concreta etc.) que no es que señalen lo real sino que lo crean. Es decir, no es que mediante la observación del mundo hayamos creado un sistema de Verdad acorde a cómo realmente sea el mundo (lo cual nos llevaría a pensar que el mundo ha sido diseñado por algún ente inteligente que, además, nos ha dado la facultad de descubrir mediante la razón dicha estructura de la realidad), sino que hemos creado dicho mundo.

La posmodernidad se topa con esa cruda verdad: el mundo no es un mundo dado con unas categorías y unas reglas fijas, sino que el mundo (o si se prefiere, la realidad) debe ser construida. Basta observar que las categorías de homosexual y heterosexual tienen poco más de un siglo, o el trauma que generó el descubrimiento del ornitorrinco para unos biólogos que creían haber estructurado las especies animales y sus diferencias de forma impoluta. ¿No podría ser acaso esta verdad la cuarta herida narcisista que sufre el ser humano, tras las tres anteriores que enumera Freud? ¿descubrir la contingencia de lo real no es de algún modo descubrir algo que no debía ser descubierto, como si un Dios, o un Padre, nos lo hubiese estado intentando ocultar durante todo el tiempo?

Y la posmodernidad argumenta: si las categorías en las que vivimos son creadas, no son "realmente reales", no están dadas, ¿entonces por qué íbamos a respetarlas? La reacción es parecida a la que se apodera del sujeto cuando descubre que los argumentos de su oponente no son verdades objetivas sino posiciones ideológicas. Podríamos pensar en algún tipo de argumentación moral o ética del tipo, "está bien, la realidad es un constructo, pero hagamos como si no lo fuera para mantener cierto orden que al menos funcione etc.", pero ¿es que acaso a la posmodernidad y sus defensores les importa mantener un orden sólido? ¿es que acaso querer mantener un orden que funcione no es ya una postura de entre tantas otras?

La posmodernidad es la época (o la ideología) del por qué no. Caídas las jerarquías, cuestionada la Verdad, atacado el Orden, no hay motivos para no dejar plena libertad al individuo para que se exprese y actúe sin dañar a otros. Y ante ese por qué no pocas respuestas caben, es difícil apelar a una autoridad que se ha debilitado y en muchos contextos ya no opera.


Este fin de las grandes autoridades y de la Verdad, este cuestionamiento de todo, tiene mucho que ver con la izquierda del siglo XXI, o al menos con parte de ella. El divulgador Darío Sztajnszrajber, que acumula cientos de miles de visitas en sus conferencias de YouTube, defiende así a Derrida, el pensador de la deconstrucción, en términos políticos:
Yo creo que hoy la deconstrucción como formato, como práctica ética ante lo que hacemos, es por donde llama el pensamiento revolucionario. Es decir, para la izquierda de hoy, en términos políticos y filosóficos, nada hay más útil que la deconstrucción. Porque deconstruir muestra el carácter abierto y paradojal de todo lo que somos y todo lo que hacemos. La deconstrucción toma los conceptos instalados en nuestra sociedad, y también las instituciones como la familia, la educación, la empresa, la propiedad privada, y muestra sus propias contradicciones, sus zonas ocultas, sus "otros", sus sombras.
Poca duda cabe de que esta atmósfera cultural posmoderna ha favorecido a una izquierda que se ha centrado más en resolver los problemas creados (es decir, señalados) por la propia posmodernidad que en dinamitar real y materialmente las jerarquías. Así, una izquierda que, muertos los grandes relatos, se limita a vivir el capitalismo, se dedica con esmero a cuestionar las categorías imperantes (el género binario, la relación del ser humano con la naturaleza, la religión, el amor, la ciencia...) sin cuestionar el orden socioeconómico. Prueba de ello es que la propia clase dominante o quienes aspiran a sostener el sistema no tienen ningún problema en hacer guiños a los temas posmodernos. ¿Cuántas empresas usan estos problemas, como la normalización de la homosexualidad o la ecología, para hacer marketing?

La muerte de Dios no tiene lugar en el siglo XIX. Tiene lugar en la segunda mitad del XX y especialmente en nuestros días. Lo que Nietzsche intuía con habilidad se ha vuelto una realidad. Las grandes ideas, las grandes categorías, las oposiciones binarias (masculino/femenino, bueno/malo...) pueden ya ser atacadas sin problemas. La realidad se desestructura, se liquida. Y ocurre que los posmodernos tienen razón cuando señalan que vivimos en un orden más o menos arbitrario. Tienen razón al querer cuestionar una Verdad y un Orden que bien podría ser otro. Sería ridículo a estas alturas plantearles que no, que existe una Verdad, que solo se puede ser heterosexual u homosexual, que quien no sea Hombre es Mujer o que la ciencia descubre Leyes que jamás serán cuestionadas.

Pero ocurre algo novedoso. Esta muerte de Dios, esta pérdida de la Verdad y del sentido, fue presentada por Nietzsche y otros pensadores posteriores como algo traumático. El pensador alemán dice que gracias a esta confianza en la Verdad el hombre "vive con cierta calma, seguridad y consecuencia". Pero para la posmodernidad la muerte de Dios no es algo triste, sino algo que celebrar. Porque si Dios ha muerto, entonces todo está permitido. No solo en un sentido hedonista, sino también en un sentido político, pues si la realidad puede ser atacada entonces puede construirse otra verdad alternativa y otras categorías que permitan, por ejemplo, una mayor libertad sexual e individual.

Tengamos cuidado, en todo caso, en no confundir una supuesta deconstrucción y destrucción con la creación de nuevos conceptos o el señalamiento de nuevos problemas. A menudo se acusa, por ejemplo, al feminismo radical de querer volver todo inestable y líquido cuando a lo que se dedica es justamente a crear nuevos ordenes, nuevas categorías y nuevas realidades que pretenden ser precisamente solidas.

Así pues, Dios ha muerto, y nosotros le hemos enterrado. Y quizás le enterremos en un ataúd rosa de Hello Kitty, ¿por qué no?

5- Eclecticismo

La caída de las jerarquías y las metanarrativas, de las religiones clásicas y los grandes ideales, genera una horizontalización del mundo que ya se ha comentado. Consecuencia de este afán por lo horizontal, por la caída de las divisones y los muros, es una fuerte irrupción del eclecticismo. Podemos definir el eclecticismo (que viene del griego eklegein, "escoger") como mezcla de ideas y estilos al gusto del sujeto.

Así, las categorías se desestabilizan y, al volverse menos estáticas, se ven afectadas una por otras. "Puedes encontrar poesía en un anuncio publicitario", dice Darío Sztajnszrajber. Las obras son ahora más difíciles de calificar, el individuo rehuye de la especialización de la modernidad y apuesta por la amplitud de miras y la generalización. La posmodernidad es la época del pastiche.

Los idiomas se entremezclan más que nunca, bajo la clara hegemonía del inglés, en una misma frase que al comenzar parece que será puramente castellana puedes colar palabras como random o crazy. Se da por hecho que el oyente está predispuesto a este pequeño caos idiomático. No es en absoluto la primera época en que la humanidad vive en varias lenguas. Pero hoy no se trata de, por ejemplo, dedicar una lengua como el latín a la escritura y al rito religioso, sino una mezcla no racional y desordenada. ¿Qué otra cosa podía traer la globalización a nivel lingüistico?

No existe problema alguno en mezclar estéticas: un día puedes ir noventero y quizás al otro llevar la chaqueta de moda, y el fin de semana, por qué no, puedes vestirte de forma post-irónica con una camisa sesentera e irte a dormir con tu camiseta de Joy Division o Metallica. Barrios de clase media con hipsters en chandal, traperos en camisa de cuadros que aseguran haber llorado con cuadros de Picasso, profesores universitarios que ven Gran Hermano y estudiantes de filosofía escuchando reggaeton en una discoteca cani. Todo se entremezcla en un mundo caracterizado por la muerte de las referencias y el todo vale; lo estable y sólido es aburrido. Es difícil diferenciar a las clases sociales por sus gustos estéticos en cuanto al objeto, y tendremos que centrarnos ahora en cómo consumen dicho objeto y por qué.
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Religión a la carta: elija usted en qué quiere creer y en qué no. Presuntos católicos que no conocen el Padre Nuestro afirman no ser demasiado religiosos pero admirar la figura de Jesús, como si hablasen de un candidato político. Occidentales de familia cristiana se lanzan a poseer conceptos del hinduismo como el karma y a realizar prácticas de meditación budistas. El individuo posmoderno no puede dejarse tragar por una institución con todo lo que eso conlleva, y menos aún por una de corte religioso, así que selecciona algunos elementos de por aquí y otros de por allí y hace una especie de macedonia espiritual. Tu amiga que se hizo hinduista tras viajar un par de semanas a la India quizás se levante un día sintiéndose jainista, y dentro de un mes acabe defendiendo el catolicismo con la mera intención de burlarse del ateísmo mainstream. Habitamos un supermercado de creencias espirituales.

En la posmodernidad ecléctica el multiculturalismo, acompañado por la inmigración en masa y la facilitación del transporte inter-nacional, pasa a ser la norma. La comida exótica se convierte en nuestro pan de cada día. Por la mañana café de Colombia y algún fruto exótico, para comer un peruano y de cena algo de sushi. Todo se mezcla también en el terreno culinario, tus amigos presumen de haber probado alacrán en Mali y caimán en Cuba. Veranos en África, el sudeste asiático o Nueva Zelanda, un trabajo de un año en Japón, prácticas de seis meses en Londres y un viaje a la India para conocerse a uno mismo; nos movemos hoy más que nunca, movimientos favorecidos por el avance de los medios de transporte. El individuo posmoderno, claramente desenraizado, es cosmopolita, o aspira a serlo, no quiere atarse a una patria bajo ningún concepto. Como dicen en la película Martín Hache (1997), tan aclamada precisamente por esta clase media posmoderna, "El que se siente patriota, el que cree que pertenece a un país, es un tarado mental. ¡La patria es un invento!"

6- El poder seductor

¿Qué ocurre en esta época posmoderna con el poder político? Ya hemos comentado que la autoridad y el poder, en cualquier ámbito (familiar, educativo, empresarial, político...) se ha horizontalizado de forma simbólica, aunque generalmente mantiene su capacidad coercitiva. Pero, ¿de qué forma comunicativa actúa hoy el poder político?

Es necesario traer a colación aquí el concepto de poder seductor, del sociólogo Gilles Lipovetsky. En su obra La era del vacío, señala la emergencia de una nueva forma de pensar las relaciones del poder con la ciudadanía:
Incluso la policía mira de humanizar su imagen, abre las puertas de las comisarías, se explica con la población, mientras el ejército se dedica a tareas de servicios civiles. «Los camioneros son simpáticos», ¿por qué no el ejército? Se ha definido la sociedad posindustrial como una sociedad de servicios, pero de manera todavía más directa, es el auto-servicio lo que pulveriza radicalmente la antigua presión disciplinaria y no mediante las fuerzas de la Revolución sino por las olas radiantes de la seducción. Lejos de circunscribirse a las relaciones interpersonales, la seducción se ha convertido en el proceso general que tiende a regular el consumo, las organizaciones, la información, la educación, las costumbres. La vida de las sociedades contemporáneas está dirigida desde ahora por una nueva estrategia que desbanca la primacía de las relaciones de producción en beneficio de una apoteosis de las relaciones de seducción.  
¿Cuál es el origen de esta seducción continua? ¿por qué los políticos, que ya no son la autoridad lejana que suelta un discurso de vez en cuando, nos muestran ahora sus casas y suben fotos a las redes sociales con sus gatos? Para Lipovetsky la causa principal es la hegemonía del mercado en la sociedad. Con su ambiente eufórico de tentación y proximidad, la sociedad de consumo explícita sin rodeos la amplitud de la estrategia de la seducción. El marketing se ha colado en política, esta vez no como mera actividad comunicacional dedicada a convencer al votante (pues eso podemos remontarlo a cualquier sociedad humana en la que exista la elección del poder) sino como forma de seducir, de vender un producto personalizado de entre tantos otros.


Comienza a primar también el valor de la transparencia. Todo debe ser conocido, todo debe ser abierto al público, el poder debe ser "aireado" como una habitación que ya huele a rancio. Las oficinas tienen espacios cada vez más abiertos, se evita la separación tajante entre despachos, el jefe (o al menos tu superior) trabaja cerca tuya, ya no está oculto en su hermético despacho. Los políticos, por supuesto, nos cuentan detalles de su vida privada para mostrar su cercanía.

"Me llamo Joe Biden y me encanta el helado. Probablemente estaréis pensando que bromeo, pero no es así. Tomo más helado que las otras tres personas con las que te gustaría estar". Parece un anuncio de Cornetto, o un comentario jocoso de un amigo que se ha tomado alguna copa. Pero no, es una cita real del ex-vicepresidente de EEUU cuando en mayo de 2016 acudió a una heladería para hablar de economía.

"Si tuviera que nombrar mi mayor virtud supongo que sería mi humildad. En cuanto a mi gran debilidad, es posible que sea que soy algo increíble". ¿Y ésta? Se diría que es una de esas frases graciosas que pululan en forma de imagen por las redes sociales, o quizás una frase de algún personaje de televisión caracterizado por ser presumido. En realidad es una cita de Barack Obama en una cena caritativa que buscaba recaudar fondos para los más necesitados.
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¿Alguien se imagina esta cercanía, esta transparencia y esta búsqueda de la aprobación popular mediante continuos guiños (especialmente presente en un lugar como EEUU, caracterizado por una importante espectacularización de la arena política) en un político de la modernidad? Me cuesta representarme a Manuel Azaña, Rosa Luxemburgo o Charles De Gaulle abriéndonos las puertas de sus casas para contarnos qué tipo de vino les gusta o qué querían ser de pequeños. Y sin embargo hoy, en un mundo en el cual se entiende que la distancia gobernador-gobernado debe ser prácticamente abolida, es algo normalizado.

La cercanía sustituye el rito. Tal y como comenta Joseph Campbell en su obra El poder del mito,
El presidente Wilson, en su tiempo, usó siempre en sus apariciones públicas un sombrero de copa. No lo usaba en su vida cotidiana, pero como presidente le daba a su presencia un aspecto ritual. Hoy en día el presidente prefiere mostrarse como un vecino cualquiera con el que te encuentras en el campo de golf y te pones a charlar sobre bombas atómicas. Es otro estilo. Ha habido una reducción del ritual.
7- Arte y posmodernidad

Hemos establecido que dos de las principales características del posmodernismo son la sacralidad del individuo y de su subjetividad y la caída de las jerarquías y lo vertical y su reemplazo por lo horizontal. Ambas características están, por supuesto, ligadas la una a la otra. ¿Cómo afectan al mundo del arte y a su apreciación?

En primer lugar, colocar al individuo y su sentir en el centro de todo solo puede llevar a una visión subjetivista del arte. Esto es, a la idea de que el arte es de libre apreciación y que poco importan las opiniones dominantes o lo academicamente establecido al respecto. Si yo lo considero arte, es arte. Esto puede ser trasladado a la propia creación artística: si la creadora tuvo intención de hacer arte, entonces es arte. Poco importa que se trate de un graffiti o del trap, ejemplos de arte marginado de lo oficialmente artístico, si se quiso hacer arte, se dijo que se estaba haciendo arte o yo lo considero arte, entonces es arte. El significante arte cobra así en las conversaciones informales un rol de apreciación axiológica (una apreciación totalmente infundada, basada únicamente en el sentir del sujeto), y muchas veces pierde ese carácter universal que tiene (o suele tener) el juicio estético.

Y de esta subjetivación de lo artístico solo podía resultar la destrucción de la jerarquía dentro del mundo del arte. Esto es, la negación de que una obra X pueda ser considerada mejor que otra obra Y simplemente porque el criterio dominante así lo establece. De hecho, se denuncia que todo criterio para determinar una jerarquía en el seno del arte (por ejemplo, que Mozart es mejor que Arctic Monkeys o que Van Gogh es mejor que Basquiat) es arbitrario y está basado en ciertos presupuestos construidos que no hay motivo específico para respetar. La posmodernidad cuenta aquí con la ventaja de que los juicios estéticos (creer, por ejemplo, que un cuadro es mejor que otro) no giran jamás en torno a una verdad comprobable, esto es, no son falsables a diferencia de las proposiciones sobre los hechos (por ejemplo, "la luna gira en torno a la Tierra") y por tanto no existe forma de contraatacar estos postulados sin caer, a la vez, en subjetivismos.

Frederic Jameson añade otra característica al arte posmoderno: su falta de profundidad. De hecho, para Jameson esta falta de profundidad (él utiliza el término depthlessness) es una característica de toda la posmodernidad. Es que para el autor norteamericano esta época se distingue de otras por una falta de la interioridad del sujeto y por una ausencia de las grandes temáticas filosóficas y sociales. La gente va por la vida sin meditar demasiado, sin pararse a cuestionar las cosas y consumiendo fugazmente sin previa reflexión. Estamos no solo en una "era del vacío" sino también en una era del individuo vacío.
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Para Jameson el arte moderno (por ejemplo, el cuadro de los zapatos, de Van Gogh) invita a la interpretación, a investigar qué hay detrás de la obra o qué nos puede querer estar diciendo el autor. Los gastados zapatos podrían remitirnos, por ejemplo, a la terrible existencia de los trabajadores agrícolas, o a que la representación de objetos cotidianos sin ningún aura de elegancia ni estética es una forma de defender lo popular. Así pues, "la obra moderna se considera como guía o síntoma de una realidad más amplia que se revela como su verdad última".

El arte posmoderno, en cambio, no nos invita a la hermenéutica, no nos invita a interpretar. Tan solo es, y ya está. Es una imagen estética o no, llamativa o no, compleja o más bien simple, pero de la cual no se puede decir demasiado. Para Jameson este arte es mera superficialidad, es un ente que se observa y del que no se vislumbra ningún interior, ninguna esencia. Es sabido que Warhol en sus obras nos muestra a la sociedad de consumo y el campo de lo pop, pero eso es todo: nos lo muestra y ya.

Lecturas recomendadas

  • La era del vacío (Gilles Lipovetsky, 2003)
  • La condición postmoderna (Jean-François Lyotard, 1979)
  • Los orígenes de la posmodernidad (Perry Anderson, 2006)
  • El postmodernismo o la lógica cultual del capitalismo tardío (Fredric Jameson, 1991)

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